Era como un regusto amargo. Unas virutas de chocolate no le habrían venido nada mal. Al sabor, digo. Porque una flor se había atrancado en su laringe. Ejem, ejem… Carraspeaba, pero la primavera lucía feliz en su campanilla. Y crecía. Y polinizaba. Y la fotosíntesis, y hasta un deshojar de pétalos yacía en esa boca. El problema estaba detrás de la flor. Una palabra hacía presión alzándose desde el estómago para salir fuera de la boca. De otro modo, quería hablar y no podía. La flor de su garganta atrapaba las vocales, las consonantes, el oxígeno y todo cuanto atravesaba sus labios o su pecho. Mientras tanto, silencio. Un silencio con aroma a naturaleza. Un silencio que luchaba por llenarlo todo de polen, y detrás del polen, la cascada de sonidos.
La flor seguía agazapada al final de su boca. La flor tapaba esa palabra.
Hubiera preferido que en lugar de una palabra fueran mariposas lo que atrajese la flor para escaparse del estómago.
En cambio, era el síntoma de la despedida.
A veces es mejor colocar una flor en el lugar que la melancolía querría atravesar.
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