No habían pasado las diez de la noche y yo ya estaba plantado. Pero plantado no en el sentido literal, obviamente. Me habían plantado. Allí, huérfano, mudo, herido, solo. Y de pie, que casi era lo más ultrajante, porque todo el mundo en la recepción del hotel, desde sus butacas de cuero rozado, ponía su atención en mí. Y con miradas de “hijo, vaya ridículo estás haciendo, me parece a mí que esa orquídea morada que cuelga tu mano va a marchitarse antes de tiempo”. Un escalofrío recorría mi cuerpo.
Fue extraño. Nunca me había atravesado esta sensación. Por un lado, cada segundo que pasaba sujetando la maceta con la orquídea morada, mayor nerviosismo recorría mi cuerpo (y mayores sudores mis manos y mis axilas y, ejem, dejémoslo ahí). Porque por algún motivo que no logro depurar pensaba que ya quedaba menos tiempo para que tú llegases. Por otro lado, cada segundo que pasaba sujetando la maceta con la orquídea morada, mi desesperación por verte aumentaba, y con ella mis ansias frustradas recorrían el círculo sanguíneo con más efusividad de la que me hubiera gustado. Sin embargo, esperaba. Esperaba duramente postrado en un trozo de moqueta reluciente. Lo peor es que todo en esa recepción de hotel relucía: el recepcionista, las butacas de cuero desgastado, las personas, los perritos, las maletas, la escalera principal, los botoncitos del ascensor, un carterista, los pétalos de la orquídea, el equipo japonés de tenis de mesa, hasta el bigote del otro recepcionista. Todo brillaba con el más intenso de los brillos posibles. Para mayor contraste con la desesperanza que iba surgiendo de mi rostro. Hasta llegué a pensar que la orquídea haría raíces en mi brazo y florecería, y mis dedos acabarían siendo parte de ella y brotarían capullos, y entonces sí que me sentiría plantado, pero plantado literalmente.
En resumidas cuentas, tres horas después del momento en el que ella y yo habíamos quedado, ya no me quedaba ninguna esperanza. Mi ilusión se había derrumbado como un castillo de naipes en cuya baraja sólo había corazones. Y la orquídea morada, porque vaya qué bonita era. Y lo que me había costado encontrarla, dicho sea de paso. Veinte floristerías de la ciudad. Para que justo cuando me daba la vuelta y decidía comprar un simple ramo de rosas rojas, encontrase una orquidería pegada al portal de mi casa. Y claro, una vez allí, compré la más grande y hermosa de todas. Burro grande, ande o no ande.
En esta sucesión de ideas, una esbelta mujer que por un momento juré haber conocido en un sueño, caminó junto a mí. En su mirada en lugar de encontrar conmiseración y carcajada hallé un amago de “ay, quién fuera ella”. Pues en ese instante hasta yo mismo hubiera preferido ser ella, porque allí de pie, con cara de naipes y una orquídea preciosamente cara en la mano sentí el mayor de los ridículos. Hasta en la grieta de la moqueta por la que asomaba el sólido suelo podía apreciarse más orgullo y seguridad que en mí.
Entonces llegó el momento cumbre de mi vida. Una elección. Debía elegir. Lo tenía claro. Por primera vez en doscientos minutos oteaba con claridad algo. Comenzaron a sonar los violines. La orquesta. El director. Todo sonaba. Hasta me puse a cantar. Y entonces una voz en off me mandó callar para continuar la narración. Como una de esas escenas claves en el desarrollo de una película –véase la de la ducha en Psicosis, pero en lugar de cuchillo pongamos una orquídea ahora—. Comenzaron las dudas. Comenzó a ocurrírseme que a lo mejor había que regar la orquídea porque parecía un poco alicaída después de tanta espera. Comenzaron a sucederse recuerdos de mi vida proyectados en las paredes de mi cerebro. Comenzaron a aparecer escenas de películas románticas en mi memoria. Comenzaron a entrarme ganas de comer marisco. Comenzaron a pararse las personas que circulaban por la recepción del hotel. Comencé a imaginármelos a todos en ropa interior. Comencé a tener necesidad de ir a un baño. Para vomitar, claro. Pero esto lo dejamos a un lado de momento. Y, de pronto, sin saber bien cómo, me arranqué la corbata del cuello sosteniendo la orquídea con la otra mano. ¡¡¡Agggrrrr!!! Grité. Y la gente me aplaudió. Crucé la recepción del hotel a la pata coja, porque no es de mentes muy iluminadas pensar que después de estar cuatro horas de pie, no me quedaban muchas fuerzas para caminar al unísono y de forma sincronizada a la banda sonora de mi peli. Y me introduje de un salto, orquídea incluida, en mi coche.
Vamos que, sin darle más espectáculo del necesario, me volví a casa compuesto y con una orquídea. Con la orquídea morada más bonita que había encontrado. Y más plantado que la propia orquídea morada. Nunca supe nada de ella, de la otra. Pero recuerdo que aquella noche, mientras el fuego crepitaba en mi chimenea, y yo me deshacía observando los recuerdos de toda la estela de plantones que había recibido a lo largo de mi vida, la orquídea morada hizo algo maravilloso. O en realidad fue el destino. Sí, allí subida a lo alto de la repisa de la ventana, con la luna iluminando su belleza por supuesto morada. De su tallo emergió una nueva flor. Allí mismo. En ese instante. Para mi deleite y mi asombro. Y entonces supe, de forma casi perfecta, casi, que yo había nacido para contemplar aquella flor. Que todo recobraba sentido. Que mi vida no era una sucesión de plantones, sino el más equilibrado camino que la humanidad sostenía para permitirme ser a mí el Elegido. El que viera el secreto más oculto de aquella planta tan especial. Y entonces fue cuando me enamoré de ella. De la planta, de sus capullos que como senos se mostraban ante mí. En nuestro hogar, una noche de luna llena resplandeciente. Un plantado enamorado de una planta. Y le hice el amor a la orquídea toda la noche… Hasta que brotó la esperanza de la última aceituna verde que quedó en el plato del aperitivo. Por eso el verde, esperanza.
1 comentario:
hola fascinante tu relato... cuando reflexionamos a cerca de esos acontecimientos se nos hace un nudo de impotencia en el estómago que pugna por salir de las entrañas convertido en un grito... lo he vivido... te invito a conocer mi pequeño mundo de reflexiones y poesía, tal vez te guste y te quedes a tomar el té..
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