Si un día tengo que elegir, preferiría perder el corazón antes de perder mi capacidad de amar.
Desde hace un tiempo, entre muchas de las clasificaciones que solemos hacer de la gente en función de infinitos criterios, yo tengo claro que, por lo menos, hay dos clases de personas: las que son capaces y quieren amar, y las que no son capaces o no quieren amar.
Me siento afortunada hasta el momento de poder formar parte del primer grupo. Y de querer a una persona que también forma parte de él. Ahora más que nunca, la capacidad para querer y dar de mí a una persona me llena por dentro, me da vida, me permite sentir todo lo maravilloso que pasa a mi alrededor y también dentro de mí.
Creo que el cariño es una de las pocas cosas que, a la larga, te es devuelto en aquella cantidad que tú hayas aportado al mundo. A veces hay que esperar a que ello llegue. El mundo no siempre es equilibrado a corto plazo. Pero, como la gasolina que mueve nuestras vidas, es siempre necesario dar para estar en movimiento.
Es grato saber que precisamente esa capacidad de amar te permite descubrir, experimentar, sentir y vivir aquello que otros no pueden. Y comprobar la de cosas maravillosas que ello te aporta. Es como tener el privilegio de llegar a un lugar más alto, como sobre una nube, desde el que divisarlo todo, desde el que respirar un aire más fresco y puro, desde el que sentir el movimiento de la tierra con más vibración y pulso.
A quien le falta la vista, puede vivir sin ella. Quien no puede oír, puede vivir sin ello. Quien no tiene piernas, no tiene casa, no tiene trabajo o no tiene familia, puede vivir perfectamente.
Pero lo último que me gustaría un día es perder la única parte de mi cuerpo que verdaderamente sí que me impediría vivir: la capacidad de amar.