18 mar 2011

Desbuscando

No sé para qué me molesto en buscar. A veces las cosas vienen cuando menos esperamos. Y ellas solas. Después de darles tantas vueltas. O de desgastarlas en tu imaginación.

Te puedes tirar todo un día con tu cámara de fotos en la mano, y el objetivo adecuado preparado (y abierto, claro, no sería la primera vez...), observando tu alrededor. Con la paciencia armada hasta las trancas. Esperando simplemente. Mirando y esperando esa foto.

Cuando ha pasado el suficiente tiempo como para que tu paciencia se desarmase tras no haber presionado el botón ni una sola vez, tal vez sólo para comprobar que seguías con vida y que la cámara tenía batería, vuelves a casa sin fotografías. Y con cara de imbécil. Así una y otra vez. De pronto un día sales a la calle sin cámara de fotos, porque pesa demasiado en el bolso, o porque llevas bolso y no pega ir también con todo el armatroste, y las imágenes se suceden una y otra vez. Y te cabreas. Y te quedas con la sensación de que la vida a veces te toma el pelo. Quizá para hacerte reír, o para recordarte que disfrutes de las cosas sin pensar siempre en congelarlas en blanco y negro, en ceros y unos al fin y al cabo. El mundo no son ceros y unos, aunque haya días en que no salgamos de ellos.

Pero también hay veces que sin darte cuenta te encuentras una fotografía que ni siquiera recuerdas haberla hecho. Tantos días buscando, y cuando un día te apetece repasar la colección del último viaje a Irlanda, vas y encuentras esto invisible en tu disco duro:



Esa foto ahí esperándote tantos años, y no te habías dado cuenta. El caso es que tiene su embrujo. Te viene a la mente, y después a las manos, un poema con sólo mirarla. Te devuelve las ganas, el empujoncito, que necesitas para volver a ese país, esta vez a comprobar si realmente no fue un sueño ese lugar. No le acompaña una bruma. Y tú buscando pájaros con tu cámara durante tanto tiempo...

Y no queda ahí la cosa.

Llevaba siete meses esperando encontrar el momento adecuado para retomar la escritura de una novela. Cuando llevas escrito lo suficiente, los personajes toman vida realmente. Y te acompañan donde tú vayas. Y te sientes un poco menos sola con tu mente de escritora frustrada. Ya sé que esto a lo mejor es un poco incomprensible para quien no escriba, pero sucede. Y, por unas cosas u otras, acabas abandonándolos en mitad de sus historias -que son, irremediablemente, la tuya. Y te sientes como si hubieras abandonado, por primera vez, a alguien importante y esencial en tu vida. Ya no puedes decir que siempre te abandonan a ti, porque tú los perdiste en tu vida cotidiana llena de prisas. Como te sientes culpable, buscas y buscas el momento de retomarlo. Pero nunca llega. Tal vez no hagas el esfuerzo suficiente, o tal vez no sea el momento adecuado.

Piensas en esa frase que una vez alguien te dijo: las cosas llegan cuando menos las esperas.

Y un buen día, cuando tu trabajo te supera y no tienes ni un segundo de tiempo para darte ese baño de espuma que te prometiste a ti misma hace años, te cruzas con tu personaje abandonado por la calle. Lo miras, y lo reconoces entre la multitud. Es ella. Está allí. Es él. Está aquí mismo. Es una señal. ¿Existen las señales? Y das la vuelta a la esquina, agarrándote fuertemente al rostro que acabas de cruzarte por la calle a mediodía. Y entras en una tienda cualquiera, y compras una alfombrilla de ratón con la imagen de otro de tus personajes, porque es la última que queda sin vender en la estantería. ¿Puede ser posible? En menos de media hora, tus personajes, después de tanto buscar y sin ningún éxito, son los que te encuentran a ti. Ahí. Con cara de imbécil.

Y te das una ducha cualquiera el día que menos tiempo tienes disponible en tu reloj. Y comienzan a llegar frases y frases. Y las retienes en tu mente como puedes, porque te das cuenta de que la memoria nunca fue lo tuyo.

Afortunadamente en el mundo hay cosas inevitables que tarde o temprano, aunque las busques, acaban econtrándote ellas a ti primero. ¿No es acaso magia?

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